Desde aquí es fácil observar la belleza y las oportunidades que la naturaleza nos ofrece. Vivo en una península bañada por las aguas del Atlántico, algunos días subo a uno de sus puntos altos y observo todo en su esplendor. Mi impetuosa costa atlántica. Es inevitable que me invada una sensación diferente, y es que, al igual que cada vez más personas, paso gran parte de mi tiempo en interiores, frente a una pantalla o desplazándome por calles, no necesariamente caminando.
Sin necesidad de motor puedo plantarme sin demasiada dificultad en estas cimas y observar varias de esas rías que caracterizan nuestra geografía atlántica. Esos entrantes de océano en el continente a cuyas orillas se han ido asentando personas, en cuyo interior moran peces, que son sobrevolados por diferentes tipos de aves, donde llegados a nuestros días en los que la tecnología nos ofrece grandes adelantos aparecen especies de algas invasoras, residuos deficientemente controlados y donde va a parar la química presente casi en cada objeto. Un tesoro, una amenaza. No sé en qué momento (como especie) nos hemos desconectado de aquello a lo que estamos unidos y dependemos irremediablemente. Nos regimos por unas leyes políticas, de convivencia o de mercado que en ningún (o escaso) caso toman en consideración el entorno natural, sus ciclos, sus tiempos, sus reacciones, sus necesidades o el bienestar de sus habitantes. Hemos llegado a olvidar las cosas más básicas e importantes.
Con mi dosis de naturaleza y las pilas bien cargadas vuelvo a la “civilización” reflexionando sobre cosas transcendentales. Amamos nuestras comodidades y nuestros avances, pero no puedo evitar preguntarme cómo hubiera sido una evolución, un verdadero progreso guardando nuestra conexión con la tierra, conservando la sabiduría de los pueblos una vez hubieramos conseguido desincentivar el belicismo de nuestros instintos, minimizándolo a un lugar cada vez más pequeño e insignificante.
Es difícil ir en contra de las costumbres. Estas pueden ser positivas y también negativas, así que deberíamos tener la madurez suficiente para replantearnos nuestro papel en el planeta y mantener una conducta proactiva que surja de la innovación y el contínuo diálogo para analizar los problemas a los que nos enfrentamos y actuar en consecuencia.